El pasado miércoles (6 de diciembre) ha muerto, a los 86 años, Alfredo Bonanno.
Por más de cincuenta años, Alfredo ha dado una contribución importantisima al anarquismo revolucionario, como editor, como teórico, como hombre de acción, como experimentador de métodos organizativos basados en la afinidad y sobre la informalidad. Aquello que lo diferenciaba radicalmente de cualquier intelectual no era solo su rechazo a cualquier carrera académica y a toda representación mediatica, sino el hecho que analizar al Estado y al capitalismo no servía para él dormir con las ideas más claras, sino para a sacar las precisas consecuencias — éticas, prácticas, organizativas — en la vida cotidiana. Dentro de algunas variantes del anarquismo –Bakunin, sobretodo, que Alfredo no momificaba en manuales históricos, sino que arrastraba en las batallas del presente–, su empeño constante ha sido aquello de pensar y practicar un modelo insurreccional para la época de la restructuración tecnológica del capitalismo. No la insurrección como espera de la hora «X», sino como tentativa de ataque aquí y ahora en proyectos específicos con una metodologia bien precisa: el grupo de afinidad como propulsor, la estructura informal autónoma de partidos y sindicatos como propuesta. Del individuo al grupo a trozos mas o menos consistentes de la clase de los excluidos, en la intervención revolucionaria anarquista se articulaba para Alfredo un concepto cualitativo de fuerza (y de vida).
Pero no es de su contribución teórica que queremos hablar hoy, ni de su obstinada determinación de editor, organizador, atracador, encarcelado, sino de aquello que ha significado para algunos de nosotros, en la época muy jóvenes compañeros, conocerlo. Y conocerlo no sólo en los debates y en las iniciativas de lucha, sino en el empeño cotidiano, allí donde emergia, junto a su impresionante capacidad de trabajo, su disponibilidad para la lucha, su sobreabundancia de vida, su carcajada fragorosa. Nuestro pensamiento no corre hoy a los tomos, a los opusculos, a los comicios, sino a los ravioli que Alfredo preparaba en plena noche después de haber terminado de escribir, empaginar e imprimir un semanal, a la improbable pose. –pijama, botas de cuero, bufanda y gorro– con la cual se presentaba ante los técnicos de la imprenta o ante los agentes de la Digos, de modo en el cual sabía conciliar un ego sin duda incomodo con una inconfundible autoironia.
Dos aspectos de Alfredo nos han formado de verdad. La tensión hacia la coherencia y el espíritu de aventura proyectual. De contra a la prolijidad de algunos textos suyos, algunas fórmulas suyas eran breves y fuertes como sólo las razones de vida saben serlo.
Por qué la coherencia? Por qué cuando no reaccionamos a las injusticias nos sentimos de mierda, y no queremos vivir sintiéndonos de mierda. Hace falta añadir otra cosa?
Y luego el más precioso de sus sugerimientos, que nos resuena ahora que estamos asistiendo a un horror indecible en su amada Palestina: debemos concebirnos proyectualmente sin límites, dejando que sea la realidad a presentarlos en frente, cosa de la cual se encarga hasta demasiado generosamente sin nunca anticiparla.
Porque la calidad de nuestras vidas es más fuerte que todo. También de la muerte.
Gracias, Alfredo.