El irreductible compañero anarquista Alfredo María Bonanno falleció en Trieste el 6 de diciembre de 2023, a la edad de 86 años. Compañero teórico-práctico de las ideas y acciones antiautoritarias, convencido y agitador por los métodos insurreccionales, persona non grata por varios Estados del mundo, incluido el chileno que le prohibió el ingreso en diciembre del 2013. Sus reflexiones y tensiones han sido un aporte inconmensurable para contagiar a compañerxs que se van abriendo camino en lo anárquico. Saludamos su vida, su coherencia, eternos respetos y nuestra memoria sabrá mantenerlo en la acción.
(extraído desde lanemesi.noblogs.org, traducido por informativoanarquista.noblogs.org)
Vivir es una cuestión cualitativa. Si uno no lo ve desde esta perspectiva, ¿qué sentido tiene la vida? Alfredo M. Bonanno
Introducción a Trascender y Superar
El problema de la calidad no es una cuestión filosófica, pertenece a la vida y, a partir de ahí, y del revoltijo salvaje de ambigüedades que se deriva, encuentra entonces acomodo y apaciguamiento en la reflexión.
Vivir es, pues, un problema cualitativo. Si no se ve desde esta perspectiva, ¿qué sentido tiene la vida? Sería una muerte pagada a plazos, una aproximación a algo considerado futuro que en cambio ya ha sucedido, casi sin despertar ninguna sensación. Quien permanece inmerso en la cotidianidad de lo cuantitativo, superando, de vez en cuando, los diversos problemas que le hacen parecer vivo, es un fantasma sin saberlo.
Todo muro es protección y toda protección es anuncio de muerte. El miedo a morir empuja a construir muros y certezas fantásticas, basta pensar en la religión, e intenta superar la progresión adquisitiva, la posesión, que si por un lado me da consuelo contra la muerte, por otro me acerca cada vez más a la muerte misma. El resultado es la aceptación de la conquista como un mal menor y de la pérdida como un mal mayor. Invertir esta escala de consideraciones no es posible, salvo volviendo el mundo a cero.
Desconfío de lo determinado y de lo definitivo, de los que se atrincheran tras la norma van de togados y consideran absolutas sus experiencias personales. La vida misma es imperfecta y cuantitativa, incluso presentándose como especificación queda si no imperfecta, que de todas formas lo es, al menos inacabada. Quien cree en la exactitud es un dictador en el poder, y a menudo también en los hechos. La matemática, que se precia erróneamente de determinismo, cuando no es tautología simplificadora es aproximación y tendencia. Avanzo hacia niveles cada vez más intensos de esta convicción y me traduzco en improbabilidad cualitativa, que me acerca tanto a la vida como a la muerte. Es el juego de la diversidad.
Insuficiente para llegar a ser yo mismo, esa es la sentencia de muerte que a veces me agarra por la garganta y me asfixia con su antigua evidencia. Los intentos críticos son un soplo de aire fresco, pero deben lograr vencer el desaliento y esa no puede ser su tarea, no pueden negar la muerte, y mi vida no puede aceptarse como un proceso trivial hacia la muerte, no valdría la pena vivirla. Más allá, el acantilado de la trascendencia que exige mi presencia total, el delirio que no tiene reparos, que no tiene en cuenta la tristeza del cadáver, sino que apunta hacia la transformación activa, en primer lugar de mí mismo. Es difícil imaginar la intensidad de una lucha con uno mismo encaminada al abandono, la circunnavegación de la voluntad. Una empresa demencial que me deja estupefacto antes de la acción, pero que en la acción no es más que la diversidad operante, la verdadera destrucción del mundo de las apariencias. No puedo aceptar compromisos y tampoco interpretaciones negativas, estas últimas me han ayudado a desnudar la doble cara del hacer, pero ahora estoy solo, o llegar a ser yo mismo, o volver a los grilletes, una derrota que debe ser una conquista para llegar a ser lo que soy, no una renuncia por miedo.
Ante el pliego de condiciones me siento capturado y llevado como un esclavo ante la evidencia. Pero soy capaz de señalar con la misma lógica las cosas que yo también sería capaz de identificar en toda la construcción. Así que yo también me uno al coro sabio y moderado que produce inexactitud haciéndola pasar por exhaustividad. Acepto el dominio de quienes establecen las reglas más absurdas basándolas en una lógica cuyos trucos y disfraces conozco. Romper significa afrontar el riesgo de sumergirse en el caos y tener el deseo inmediato de recurrir a una reordenación aún más feroz. Con esta ruptura, sin embargo, aprendo que la muerte no es un acontecimiento del mundo, programado con los mismos métodos que el producir, sino que es un indicio del destino que puede ser transformado por mi acción cualitativa. Este indicio pone mi vida patas arriba.
Frente a la desolación, recurro a fuerzas que no creía poseer. Me dilato, mi cuerpo reacciona positivamente, las condiciones adversas me fortifican y esencializan, el disgusto por las apariencias desaparece y en su lugar se desborda el deseo desmedido. El desierto es un regocijo que anuncia la presencia de la ausencia, pero es un riesgo. Ay de los que moran en los desiertos pensando en llevarse consigo su equipaje, sobre todo el de Dios robado del cielo a la tierra. La acción nos separa de la vida y también de la muerte, todo recuento, si tuviera lugar, sería mero recuerdo. Siglos y milenios se resumen en un instante, proyectos y sueños no se realizan, arden en la punta de un alfiler.
La calidad comparte una omnisciencia ingenua que me fascina precisamente porque no explica y no quiere que entienda. Me agarra del pelo, no me ofrece magdalenas perfumadas. Hay en ella todo el horror posible de la verdad, lo que es el hombre cuando sus entrañas pútridas salen de su vientre desgarrado para dar los buenos días a un mundo que no es el suyo. Y el mundo no quiere verlas y las esconde bajo la apariencia de una piel a veces espléndida y simétrica, a veces reseca e hinchada, contenedor del cadáver que yace bien oculto. Pero la verdad comienza con esa delirante masa amorfa que me niego a aceptar como parte de la vida y de la muerte.
Agarro la calidad sin razón, no puedo someterla a un razonamiento que la identifique. Quien lo hace pide luz, pide esas luces que matan la cualidad y la separan de nuevo de la cantidad. Al agarrar la cualidad tengo la impresión de disolverla, de hacerla mía pero perdiendo la distancia necesaria para comprenderla, la agarro dejándome agarrar, permitiendo una intimidad que no tolera barreras. Me entrego a esta intuición que me embarga y siento entonces una sensación irreal que recorre todas mis venas, una palpitación del corazón que no puedo ni quiero regular. En la calidad habla la voz del uno, pero no dice una palabra, me señala lo universal, no precisa lo particular, amplío así una indefinición que ya me está penetrando desde el momento en que me impliqué, todas las concordancias y parámetros, todas mis referencias se difuminan en la nada, mientras que soy yo, mi individualidad absoluta, la que se convierte en el centro y la referencia de esta increíble intensificación. La calidad lo es todo, por lo tanto no admite especificaciones, incluso mi nuevo tartamudeo intenta abrirse paso y captar de forma diferente las intensidades que poco a poco se me presentan.
Pero incluso los más leves indicios de intensidad comprenden la intensidad máxima de lo uno, no son su símbolo sino la posibilidad de su pleno desarrollo. La esencia de la totalidad de lo uno que es me dice esta participación, aunque para mí este decir sea un mero escalofrío en la espalda, un paroxismo excesivo que no admite referencias estables. El exceso de esta intensificación es la intensificación misma, no un momento que sucede a otro. Querer bloquear todo esto en aras de la especificación es matar el paroxismo excesivo que lo anima, la bizarría de la diversidad que se extiende en destellos inaccesibles, en reflejos preciosos pero inútiles, no encerrables en una concepción oclusiva de lo uno. Esta relación con la cualidad es vivida por mí totalmente, no es movimiento del alma, sino espiritualización fantástica. Mi cuerpo la experimenta y la absorbe, no permanece indemne, la cualidad se intensifica en mi carne, no en un fantasma creado para sustituir al mundo. El exceso hace temblar mi cuerpo, no sólo una parte de él, me hace temblar todo, no sólo una porción de mi alma, y me fecundo con la totalidad precisamente porque incorporo a mi ser culto, la cantidad a la que volveré, una vez más, para recordar todo esto.
El exceso es un viaje hacia atrás, hacia los albores del mundo, cuando todo era posible, y en el exceso todo es posible, absolutamente todo. Vive en él la superación continua y avanza hacia orillas inaccesibles que sólo él conoce, y aún más allá, zonas donde sólo el paroxismo permite el acceso, donde las tensiones no pueden romperse porque siguen estirándose sin fin sin ningún respeto, donde no hay palabras que abran nuevos caminos, porque los caminos están todos abiertos y las palabras todas mudas. La suprema agonía del hacer es un exceso demasiado pequeño comparado con lo que estoy refiriendo. La alegría es sólo una pizca de azúcar sobre el pastel. El juego del exceso es intangible ya que no tiene proporciones ni medidas, por lo que es tan inarmónico como la ingenuidad y la desesperación. No me permite comprender el motivo del continuo renacimiento, y ello porque este motivo falta, y sería absurdo solicitarlo o imponerlo por la fuerza de la apariencia, seguiría siendo el motivo del hacer y justificaría esas pequeñas locuras del mundo, esas empalagosas manías de coleccionista que me asfixian desde hace demasiado tiempo.
Hay en mí una fuerza desconocida que me empuja hacia la trascendencia, un demonio que no puede hablarme y cuyo lenguaje desconozco. Me desprendo de la procesión que envuelve a los hombres y me dejo atrapar por este deseo, me desprendo porque no me llaman las palabras sino los impulsos intuitivos. Esto mina mi seguridad, mi certidumbre, pues accedo a las terribles condiciones de la acción, que se acercan a la desolación de lo uno. La acción es creadora porque es ausencia que se convierte en presencia y pone en juego el riesgo y la pérdida, sustituyéndolos por la garantía de una posesión aparente e incompleta, fantasma e inquietud hechos pasar por realidad. La garantía que podría recuperar el dominio sobre el mundo está ya lejana, aunque un solo pensamiento de duda podría restituirla plenamente.
Menos que nunca estoy aquí dispuesto a detenerme en la línea divisoria. No sé dónde está, ni, después de todo, la he buscado nunca. Soy ciego y ni siquiera recuerdo haber tenido ojos para ver. Sin embargo, he ido más allá. Más allá de todo esto, incluso más allá de estas mismas líneas que estoy cosiendo sobre mí mismo como una mortaja.
Trieste, 22 de abril de 2014
Alfredo M. Bonanno