El acumulado de fojas y causas pasaba de una oficina a otra, de un departamento a otro y de un ministerio a otro. Eran aun páginas blancas y no amarillentas como con el tiempo se pondrían. A decir verdad muchas cosas en ese momento pasaban de una oficina a otra, la transición acomodaba y reordenaba las cosas para que nada cambiara.
La guerrilla urbana, asaltos, ajusticiamientos, metales, pólvora, declaraciones de encapuchados armados, autos robados, bancos y ráfagas de los años noventa se encontraban traducidos al lenguaje leguleyo de asociación ilícita, homicidio, coautor de homicidio, formación de grupo de combate, robo con intimidación, lesiones graves y un casi infinito etcétera.
Cinco delitos en distintas carpetas que se agrupaban con sus respectivas nomenclaturas judiciales eran llevados adelante por el funcionario judicial Arnoldo Dreyse Jolland, vedette del sistema judicial de los últimos años de la dictadura. El fin de la dictadura y el comienzo de la democracia hacen que gracias a un enroque cobre cierta relevancia Hernán Ramirez Rurange, ex jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional del Ejército, y por los años noventa, juez militar al cual desembocaron todos estos archivos.
No le fue necesario leerlos completos, con una rápida hojeada sabía quién era quién y lo necesario de una dura condena. Ramírez había sido edecán personal de Pinochet, le molestaba profundamente esta transición de los “señores políticos”, pero también sabía lo que estaba pasando en las calles y la necesidad de continuar con el exterminio completo de la subversión. Los incontables atentados, los decomisos de armas, las emboscadas y asaltos mostraban una fuerza en los distintos grupos armados que no se había detenido completamente luego del plebiscito. Ya la dictadura se encontraba agotada y había que adaptarse a los nuevos tiempos para quitarle hasta el último aliento a aquellos que ni con las votaciones se conformaban. Había sangre, y mucha sangre tiñendo las calles de la democracia.
Ramírez firmó todo lo que tenía que firmar, aumentó todas las penas que podía aumentar, duplicó todos los delitos que pudo. Con un lápiz fue sumando con una sonrisa en su rostro: quince más ocho más diez más diez más tres…Cuarentayseis años de condena contra su procesado, aquel joven de 19 años militante del Mapu Lautaro.
Pero esos años para Ramírez también eran agitados y se encontraba conspirando a su manera. Mientras prestaba declaración, al ser acusado de ayudar a sacar del país a uno de los degolladores del dirigente sindical Tucapel Jiménez. Ramírez y sus compinches de armas se enteran que el químico de la DINA, experto en la fabricación de gases venenosos, Eugenio Berrios debía declarar por la muerte de Orlando Letelier. La transición comenzaba a abrir varios procesos en casos emblemáticos contra represores.
Unas rápidas juntas y conversaciones entre Ramírez y sus compañeros de armas, permiten sacar del país a Berrios para que en 1995 su cuerpo apareciera en una playa de Uruguay. No había ningún problema para acallar a sus propios cómplices y colaboradores, parece que eran otros los que se mataban como ratas entre si.
En los años noventa Ramírez hizo su aporte a la justicia de la transición: Silenciar y cuidar a sus compañeros de armas por un lado y por otro sepultar en años a quienes luchaban contra el orden imperante.
El 2004, fue procesado por la muerte de Berrios y permaneció un tiempo en el batallón de policía militar de Peñalolén. Un dolor a su honra, pero sabía que estaba entre camaradas y en un recinto militar. Tras unos trámites judiciales consiguió esperar aquel lento proceso en la calle.
Ya estaba avanzado en edad, abrumado por el proceso en su contra cuando en la TV hablan de un asalto bancario y la muerte de un policía en pleno centro de la capital.
Sigue con atención la noticia en cada reportaje de aquel pasquín de grandes dimensiones que leía en su living, hasta que el desenlace lo lleva a un nombre ya conocido: Marcelo Villarroel, ex militante del Mapu Lautaro y actual combatiente autónomo subversivo, a quien él había condenado a medio siglo de prisión, pero que había podido salir gracias a huelgas de hambre, luchas internas y apoyo en la calle, accediendo a la libertad condicional.
Siguió la noticia con algo de atención, hasta cuando Marcelo cae detenido en Argentina, pero él ya no ejercía ningún cargo relevante. Realizó un par de llamadas, más bien por curiosidad y cierta preocupación sobre la permanencia de su obra: La condena. El resultado lo tranquilizó al saber que se revocaba inmediatamente la libertad condicional, en otras palabras, tendría que cumplir de forma íntegra la condena de fiscalía militar, además de la que le entregue la nueva justicia.
Una sonrisa y una cuota tranquilidad al saber que su legado permanecería.
El 2013 la justicia entregó la condena de 10 años por secuestro y 10 años por asociación ilícita contra Hernán Ramírez Rurange, debiendo ingresar esta vez a Punta Peuco.
Pero Ramírez no estaba dispuesto a perder su honra militar, ni a purgar condena por salvar a Chile o reconocer a sus cercanos su participación en miserables asesinatos. Agarra el arma con su arrugada mano y la apunta hacia su cabeza para jalar el gatillo. Es llevado de urgencia al Hospital Militar, pero ya no es otra cosa más que un cadáver.
El eco del disparo no alcanzó a escucharse tras los gruesos muros de la Cárcel de Alta Seguridad o de los módulos de Alta Seguridad en el complejo penitenciario de Rancagua donde Marcelo se encuentra cumpliendo las sentencias emanadas entre uniformes y pactos en la medida de lo posible.